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Número 5 Abril 2000

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Taller Yin-Yang
El hombre político, un lobo para la mujer

Las razones para desear la paridad son numerosas. Se puede desear la igualdad a pesar de la diferencia de sexos, en nombre de la igualdad, porque la desigualdad hombres-mujeres en los lugares de representación o de dirección política es injustificable, porque es la huella de una opresión más general que hay que detener. Se puede también querer la paridad a causa de la diferencia, porque las mujeres, por el hecho de su cultura engendrada por su situación social, tienen cosas que decir, orientaciones a defender desde un punto de vista distinto del de los hombres, incluso más completo y más rico.

Esta posición se encuentra incluida en la precedente y no se opone a ella. El "feminismo de la diferencia" es un subgrupo del "feminismo de la igualdad". Conozco muy bien a que exceso de polémicas conduce sin embargo la oposición entre "universalismo" y "diferencialismo". Permítaseme exponer aquí hasta qué punto estos debates son de hecho secundarios frente al obstáculo fundamental a la paridad: el tipo masculino de hombre político. Un tipo en el que yo participo, a pesar de que intento ser vigilante al respecto. Esta resistencia masculina es mucho más importante que la interiorización por parte de las mujeres de una "inaptitud por lo político".

Yo denomino tipo masculino de político al que hace de la política su profesión y su pasión, no por su contenido, sino por el placer de conquistar, ocupar, conservar una función electiva. Este tipo es bastante común a los humanos de sexo masculino, puesto que sistematiza de forma caricaturesca el "rol de hombre". De entrada, tener tan solo una cosa a hacer en la vida, dejando a los otros (sus compañeras) la intendencia. En segundo lugar, privilegiar la competición, es decir la racionalidad instrumental orientada hacia un fin puramente simbólico, que no tiene otro objetivo que ratificar la excelencia en el control del instrumento. Finalmente, en la competición, apuntar hacia el poder por él mismo, a pesar de que justamente sea tan solo simbólico.

Podemos identificar a este tipo codeterminantes históricos, sociales, culturales y si se encuentra tan extendido a nivel mundial es sin ningún lugar a dudas por el hecho que refleja las raíces mas psicoanalíticas de la masculinidad. Si, tal como lo piensa el socio-analista Gerad Mendel, el psicoanálisis de los seres humanos en sociedad está estructurado por una pulsión de acto-poder, es decir, un deseo de expresar su autonomía transformando al mundo y los que le rodean, es probable que la tonalidad del acto-poder en ella misma sea sexuada.

Podemos inspirarnos, por ejemplo, de las intuiciones de Luce Irigaray: el hombre tendrá más bien tendencia a expresar su pulsión de acto-poder como una proyección hacia el exterior, instrumentalizada en un extremo de resonancia fálica. Ahora bien, esta interpretación analítica está largamente sobredeterminada por la organización social y, en nuestros parajes, por la distinción entre lo "privado" (lo "doméstico") y lo "social" (fuera de casa). El hombre político de Gers no concebirá que una mujer le dispute el lugar de Consejero General, pero no dudará , en su casa, de llamar a su mujer "patrona". No por el hecho que ella sea realmente la dueña, sino simplemente por el hecho que le ha delegado tanto el control de este espacio que no sabría sobrevivir en él sin su ayuda y dirección. Ahora bien, este tipo masculino de hombre político sabe jugar admirablemente tanto sobre el diferencialismo como sobre el universalismo para justificar su monopolio social.

Los discursos políticos de lo masculino

Sin ninguna pretensión de ser exhaustivos, podemos intentar ordenar brevemente las posturas ideológicas justificando la exclusión de las mujeres de la escena política. Nos limitaremos aquí al caso francés, desde la consolidación de la República en el siglo XIX. Las variaciones de posturas se encadenan históricamente como respuesta a los progresos de las aspiraciones democráticas femeninas.

El diferencialismo místico

En la raíz de nuestra historia política falocrática se encuentra, sin ningún lugar a dudas, la ideología de la Iglesia Católica, que ha podido mantener hasta hoy en día (dudoso privilegio) la exclusión formal, estatuaria, en su estructura jerárquica de las mujeres. La justificación de esta exclusión es teológica, apoyándose sobre un "orden de la creación". La jerarquía católica asienta el monopolio de los hombres en la vertiente positiva de la feminidad (¡a sus ojos!): la capacidad de la dedicación exclusiva de las mujeres a seres particulares, sus hijos. La diferencia de las mujeres constituye una falta de universalismo. Desde luego los curas, tratando sobre todo a las mujeres, han debido reconocer que una mujer fue "Madre de Dios", pero para aislarlas en esta sublime función: "Sé madre y cállate". Esta posición, evidentemente, tan sólo sobrevive en la derecha de la democracia cristiana.

El diferencialismo laico

La segunda postura se ha desarrollado contra la monarquía clerical, engendrando directamente el discurso del tipo masculino de hombre político de la IIIa República. A la Madre mística llena de gracia, sustituye la pareja "esposa-dueña de la casa" y "amante". Al "Sé mujer y cállate" se añade "Sé bella y cállate".

En el modelo de la IIIª República, la mujer se encuentra excluida del mismo derecho de voto. En el fondo, la mujer es un ser "salvaje", niño demasiado ingénuo o mujer demasiado perversa o, en el mejor de los casos (después de domesticarla), hembra demasiado apegada a sus hijos y a su "interior" para ocuparse de la "cosa pública". Aún en este caso la diferencia de la mujer conlleva una falta de universalidad, mientras que la diferencia del hombre es su capacidad para interesarse por lo Universal y por los asuntos del mundo.

El Universalismo abstracto

Con el aumento del número de mujeres en la instrucción pública, así como el acceso (1945) al derecho de voto y a la elegibilidad, el diferencialismo laico deviene insostenible. Es el momento del universalismo abstracto: « Todos y todas somos iguales, tenemos los mismos derechos ». Gracias a lo cual hasta los años 1970 se suceden Asambleas siniestramente saturadas de hombres, gobiernos casi exclusivamente masculinos.

Ocurre esto porque las estructuras sociales que reflejaban el diferencialismo laico se encuentran por lo esencial intactas. Las cosas no cambiaron hasta el final de los años 60, cuando las mujeres empezaron a controlar sus embarazos y obtuvieron más independencia económica.

Ahora bien, el «tipo masculino de hombre político» estructura completamente los aparatos que determinan la oferta electoral : los partidos políticos. Para ganar en un partido la elección como candidato no hay que tener otra ocupación o tarea (y las mujeres tienen mil otras cosas por hacer), hace falta « amar esto » (y las mujeres no aman forzosamente este tipo de acto-poder), hace falta amar el poder por el mismo (y a las mujeres les gustaría poder hacer algo nuevo).

Es precisamente con la subida del feminismo que las cuestiones de lo privado devienen políticas, entrando las mujeres como tales, es decir con su sexo y no como ciudadanos de sexo por azar femenino, en el espacio de las representaciones políticas; es decir el espacio donde las decisiones de la transformación social devienen visibles. Ellas llegan aquí, ya sea para expresar sus propias demandas (derechos reproductivos, igualdad profesional), ya sea para reivindicar la concreción de una igualdad reconocida abstractamente. Llegan en nombre del diferencialismo o del universalismo igualitarista, pero aún cuando lo hacen en nombre de este último, llegan en tanto que mujeres, es decir, en tanto que grupo particular al que lo universal y la igualdad le son negados.

Ellas tienen aún esta diferencia de no ser iguales y la solución política a estos problemas es la paridad, al menos como resultado.

El universalismo pseudo-concreto o el paritarismo "amable"

La respuesta masculina post-moderna se encuentra particularmente ilustrada en los partidos que formalmente ya han acceptado el objetivo de la paridad, siendo el caso de Los Verdes el primero y, más recientemente, los partidos de izquierda: « Evidentemente hacen falta mujeres y jóvenes y "beurs" i músicos! Hay muchas otras diferencias legítimas en política además de la diferencia por sexos. Además es preciso dar cabida a un asociativo, a un representante de un partido aliado, a un "beur" o a un obrero... »

Frente a un paritarismo "amable", las feministas no deberían contentarse de lo pseudo-concreto. Si piensan realmente que en la coyuntura actual de la relación entre sexos los intereses de la mujer y el punto de vista de las mujeres sobre el mundo deben ser representados en igualdad con los hombres, entonces no pueden contentarse de la paridad como resultado dejado al azar de la convicción de los hombres. Deben pelear para que la paridad de sexos sea inscrita en la ley y en el modo de escrutinio, al mismo título que la justa representación territorial y la equitable representación de las corrientes políticas. El escrutinio de lista alternada hombres-mujeres no es forzosamente una garantía, como ya se ha visto. La elección de un hombre y de una mujer por circunscripción, si por un lado desequilibra la representación de la diversidad política, garantiza de manera absoluta la paridad en el modo de escrutinio. Todo es cuestión de dosis.

A los hombres tan solo me queda desearles que saboreen el placer de las asambleas mixtas -- en el caso que sean elegidos -- y -- en el caso que no lo sean -- que inventen otros campos de aplicación de su necesidad de transformar el mundo. No albergo ningún temor respecto a ellos.

Alain Lipietz* (Francia)

* Diputado al Parlamento Europeo, Economista, Director de investigación en el CNRS

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© 2001 Alianza para un mundo responsable, plural y solidario. Todos los derechos reservados. Ultima actualizacion, 23 de abril de 2001.